TEGUCIGALPA – Un adolescente está sentado de cuclillas al lado de la entrada de un edificio, su cara manchada de lágrimas mirando perdidamente más allá de la cinta policial extendida a través de la intersección. Adentro, un grupo de hondureños indígenas están reunidos. Han viajado a la capital para denunciar lo que dicen es el robo continuo de sus tierras ancestrales por parte del gobierno. 

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“Perdón por todo esto”, comenta el guardia de seguridad, al indicar la escena a su alrededor. “Esto es Honduras”.

El 28 de noviembre, los hondureños emitirán su voto para elegir al próximo presidente del país centroamericano. Las elecciones vienen en medio de una sombría ola de violencia y condiciones socio económicas que se sitúan, junto con Haití, entre las peores del hemisferio occidental. Para muchos, Honduras merece el estatus de estado fallido, y aún así hay aquí quienes dicen que las próximas elecciones ofrecen la mejor – y posiblemente la última – oportunidad para cambiar las cosas.  

“Estas elecciones presentan una oportunidad para recuperar el proceso democrático y enfrentar las múltiples crisis que afectan al país”, dice Gustavo Irias, director ejecutivo de CESPAD, una organización sin ánimo de lucro que aboga en nombre de las comunidades marginadas de Honduras. “Esta es una oportunidad para que Honduras recupere su sentido como nación”. 

Ese sentido de condición de nación se rompió en 2009 cuando las fuerzas armadas hondureñas expulsaron al antiguo presidente Manuel Zelaya en una maniobra en la que se piensa que Estados Unidos tuvo un papel más que pasivo. Desde entonces, Honduras ha permanecido bajo el control del Partido Nacional, con inclinación hacia la derecha, actualmente dirigido por el Presidente Juan Orlando Hernández, que está acabando ahora su segundo cuatrienio bajo una nube de sospechas sobre posibles vínculos con narcotraficantes.

Los candidatos que buscan sustituirlo incluyen el alcalde actual de Tegucigalpa y el favorito del Partido Nacional, Nasry Asfura, o “Papi” como lo conocen, y la esposa del derrocado antiguo presidente Zelaya, Xiomara Castro del Partido Libre, que prometió contener los excesos de las políticas del mercado libre adoptadas por su oponente mientras estrecha lazos con China.

Mientras tanto, la violencia, la corrupción y la pobreza siguen siendo características endémicas a la vida aquí. Según el Banco Mundial, desde 2019, el 15% de los hondureños vive con menos de $2 por día, condiciones que seguramente empeoraron a causa de la COVID-19 y el impacto de los huracanes Eta y Iota el año pasado, con predicciones de que más de la mitad del país cayó por debajo del umbral de la pobreza en 2020. 

Tales condiciones están alimentando el éxodo de migrantes del país. Los datos de este año reflejan 168,546 informes separados de hondureños detenidos por funcionarios de inmigración en los Estados Unidos y México, según un informe de junio del Instituto de Política de la Migración. El informe establecía que uno de cada cinco hondureños expresa el deseo de irse del país, con razones que van desde la inestabilidad alimentaria al temor al asalto y el desempleo. 

Para algunos en la capital las próximas elecciones ofrecen poca esperanza para una mejora. 

“Nada va a cambiar”, dice Victor Manuel Mayorga, empleado público que dice que no ha podido jubilarse porque el gobierno ha robado los fondos de pensión del estado. A los 79 años, Mayorga es parte de una minoría diminuta de personas mayores en un país en el que la edad media es de tan solo 24 años. 

Sentado en la plaza central de la ciudad hablando con amigos sobre el fútbol, se queja de la falta de educación y atención médica, y culpa a los funcionarios de todos los colores políticos de haber abandonado al país. “Creo en la democracia, pero en Honduras está rota. Ha estado rota desde el golpe”. 

Aún así, no todo el mundo está tan desesperado. 

Cesar Nahun Aquino, de 44 años, es mecánico de autos del pueblo de Yoritos, a unos 200 km al norte de Tegucigalpa. El pueblo fue noticia hace dos años cuando los vecinos se unieron con éxito para expulsar a una compañía de explotación minera que había intentado establecer operaciones en la región.

Miembro de la comunidad indígena de Tolupán, llevaba una compañía de transporte en San Pedro Sula antes de la pandemia de la COVID-19, la cual, dice, destripó su negocio. Ahora está de vuelta en su pueblo natal, una región predominantemente agrícola conocida por el café, el aguacate y la ganadería. 

“Estamos pidiendo lo básico, la eliminación de las elecciones corruptas, la transparencia, la reactivación de la economía local para que beneficie a las personas de la comunidad”, dice Aquino, partidario del candidato a alcalde local, Freddy Murio, un antiguo migrante sin papeles que pasó 12 años trabajando en la construcción en Nueva York antes de volver a su pueblo natal hace dos años. “Tenemos que comenzar con nuestro municipio antes de que podamos comenzar a hacer cambios en el país”. 

De vuelta en la capital, los funcionarios reconocen que ninguna elección resolverá los desafíos que enfrenta Honduras. Pero insisten que proteger la integridad del voto y asegurar el proceso democrático en noviembre son clave para la reparación del daño continuo causado por el golpe de 2009. 

“La única oportunidad para que el país construya una base democrática es a través de las próximas elecciones”, dice Rixi Moncada, abogada y parte de la presidencia rotativa de tres personas en el recién creado Concejo Nacional Electoral (CNE).

El CNE, que es responsable de entregar el recuento final de votos una vez que cierren las casillas, fue creado después de las extendidas irregularidades y violencia que marcaron las elecciones de 2017. Junto con el Registro Nacional de las Personas y la Unidad de Política Limpia – encargados de controlar las finanzas de campaña en un país en el que el dinero de la droga y la política están inextricablemente entrelazados – estas tres instituciones son responsables de asegurar la integridad electoral.

Moncada, antigua diputada del gobierno de Zelaya, admite que no es tarea fácil. 

“Nadie está preparado para la criminalidad”, dice, refiriéndose a la violencia política continua que ve como una extensión del golpe de 2009, incluyendo el asesinato reciente del candidato a alcalde y miembro del Partido Libre de la oposición, Nery Reyes, que fue asesinado este mes. Aún no se ha detenido a nadie en conexión con su asesinato. “Estamos preparados para el proceso”. 

Caption 1: El pueblo de Yorito, a unos 200 km al norte de la capital hondureña, Tegucigalpa. Hace dos años los vecinos expulsaron a una compañía de explotación minera. Muchos aquí ven las próximas elecciones como una oportunidad para cambiar el curso de su comunidad y el país. 

Caption 2: Victor Mayorga, 79 años, vecino de Tegucigalpa, dice que no votará en las próximas elecciones.  “Creo en la democracia, pero en Honduras está rota. Ha estado rota desde el golpe [de 2009]”.  

Caption 3: Rixi Moncada es abogada y parte de la presidencia rotativa de tres personas en el recién creado Concejo Nacional Electoral (CNE), que es responsable de entregar el recuento final de los votos. “La única oportunidad para que el país construya una base democrática es a través de las próximas elecciones”.


 

TEGUCIGALPA – A teenage boy is crouched to the side of a building entrance, his tear-stained face staring blankly past the police ribbon stretched across the intersection. Inside, a group of indigenous Hondurans are gathered, having traveled to the capital to denounce what they say is the government’s ongoing theft of their ancestral lands.

“Sorry about all of this,” the security guard remarks, gesturing to the scene around him. “This is Honduras.”

On November 28, Hondurans will cast their vote for the Central American nation’s next president. The election comes amid a pall of violence and socioeconomic conditions that rank alongside Haiti as among the lowest in the western hemisphere. For many, Honduras warrants the status of a failed state, and yet there are those here who say the coming elections offer the best — and perhaps last — chance to turn things around.

“These elections are an opportunity to recover the democratic process and to confront the multiple crises impacting the country,” says Gustavo Irias, executive director of CESPAD, a nonprofit that advocates on behalf of Honduras’ marginalized communities. “This is a chance for Honduras to recover its sense as a nation.”

That sense of nationhood was shattered in 2009 when the Honduran military ousted former president Manuel Zelaya in a move the United States is thought to have played more than a passive role in. Since then, Honduras has remained under the control of the right-leaning National Party, currently led by President Juan Orlando Hernández, now finishing his second term under a cloud of suspicion over potential links to narco traffickers.

The candidates seeking to replace him include National Party favorite and current Tegucigalpa Mayor Nasry Asfura, or “Papi” as he is known, and the Libre Party’s Xiomara Castro, wife to ousted former president Zelaya, who has promised to curb the excesses of the free market policies embraced by her opponent while forging closer ties to China.

Violence, corruption, and poverty, meanwhile, remain endemic features to life here. According to the World Bank, as of 2019, 15% of Hondurans live on less than $2 per day, conditions likely worsened by Covid 19 and the impact of hurricanes Eta and Iota last year, with projections of more than half the country falling below the poverty line in 2020.

Such conditions are fueling an exodus of migrants from the country, with data from this year showing 168,546 separate reports of Hondurans detained by immigration officials in the United States and Mexico, according to a June report from the Migration Policy Institute. The report noted 1-in-5 Hondurans express a desire to leave the country, with reasons ranging from food insecurity to fear of assault and unemployment.

For some in the capital the coming elections offer little hope for improvement.

“Nothing is going to change,” says Victor Manuel Mayorga, a public employee who says he has not been able to retire because the government has stolen the state’s pension funds. At 79, Mayorga is part of a tiny minority of senior citizens in a country where the median age is just 24 years old.

Sitting in the city’s central plaza talking soccer with friends, he bemoans the lack of education and health care, and accuses officials of all political stripes of abandoning the country. “I believe in democracy, but in Honduras it is broken. It’s been broken since the coup.”

Still, not everyone is as despairing.

Cesar Nahun Aquino, 44, is an auto mechanic from the town of Yoritos, about 200 km north of Tegucigalpa. The town made headlines two years ago when residents successfully banded together to eject a mining company that had attempted to set up operations in the region.

A member of the Tolupán indigenous community, he ran a transportation company in San Pedro Sula before the Covid 19 pandemic, which he says eviscerated his business. Now he is back in his hometown, a largely agricultural region known for coffee, avocados, and cattle ranching.

“We’re asking for the basics, to get rid of corrupt elections, transparency, to reactivate the local economy so that it benefits people in the community,” says Aquino, a supporter of local mayoral candidate Freddy Murio, a formerly undocumented migrant who spent 12 years working construction in New York before returning to his hometown two years ago. “We have to start with our municipality before we can begin to change the country.”

Back in the capital, officials acknowledge no single election will solve the challenges confronting Honduras. But they stress protecting the integrity of the vote and securing the democratic process in November are key to repairing the ongoing damage caused by the coup in 2009.

“The only opportunity for the country to build a democratic foundation is through the coming elections,” says Rixi Moncada, a lawyer and part of a three-person rotating chair with the newly created National Electoral Council, or CNE as it’s known by its Spanish acronym.

The CNE, responsible for delivering the final vote tally once the polls close, was created following widespread irregularities and violence that marked elections in 2017. Along with the National Registry of Persons and the Clean Politics Unit — tasked with monitoring campaign finance in a nation where drug money and politics are inextricably intertwined — these three institutions are responsible for ensuring election integrity.

Moncada, a former member of the Zelaya administration, admits it is no easy task.

“No one is prepared for the criminality,” she says, referring to the ongoing political violence that she sees as an extension of the 2009 coup, including the recent murder of mayoral candidate and member of the opposition Libre Party, Nery Reyes, who was killed earlier this month. No one has been arrested yet in his murder. “We are prepared for the process.”

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